EL LATIDO DE LA MUERTE



EL LIBRO TIBETANO DE LA VIDA Y DE LA MUERTE - SOGYAL RIMPOCHÉ






EL LATIDO DE LA MUERTE


No habría ninguna oportunidad de llegar a conocer la muerte si sólo ocurriera una vez. Pero, por fortuna, la vida no es sino una continua danza de nacimiento y muerte, una danza de cambio. Cada vez que oigo el murmullo de un arroyo de montaña, o las olas que rompen en la orilla, o el palpitar de mi propio corazón, oigo el sonido de la impermanencia. Estos cambios, estas pequeñas muertes, son nuestros lazos vivientes con la muerte. Son el pulso de la muerte, el latido de la muerte que nos incita a soltar todas las cosas a las que nos aferramos.


Así pues, trabajemos en estos cambios ahora, durante la vida: esta es la auténtica manera de prepararse para la muerte.


La vida puede estar llena de dolor, sufrimiento y dificultades, pero todas estas cosas son oportunidades que se nos presentan para ayudarnos a avanzar hacia una aceptación emocional de la muerte. Sólo cuando creemos que las cosas son permanentes nos negamos la posibilidad de aprender del cambio.


Si nos negamos esta posibilidad, nos cerramos y nos volvemos codiciosos. La codicia, el aferramiento, es la fuente de todos nuestros problemas. Puesto que, para nosotros, la impermanencia equivale a angustia, nos aferramos desesperadamente a las cosas, aun cuando todas las cosas cambian. Nos aterroriza desprendernos de ellas; de hecho, nos aterroriza vivir, ya que aprender a vivir es aprender a desprenderse. Y esta es la tragedia y la ironía de nuestra lucha por retener: no sólo es imposible, sino que nos provoca el mismo dolor que intentamos evitar.


La intención que nos mueve a aferramos no tiene por qué ser mala en sí; el deseo de ser feliz no tiene nada de malo, pero aquello a que nos asimos es inasible por naturaleza. Los tibetanos dicen que no se puede lavar dos veces la misma mano sucia en el mismo río, y que «por mucho que estrujes un puñado de arena nunca le sacarás aceite».


Tomar en serio la impermanencia es liberarse poco a poco de la mentalidad de aferramiento, de nuestra errónea y destructiva imagen de la permanencia, de la falsa pasión por la seguridad sobre la que construimos todo. Poco a poco nos vamos dando cuenta de que todos los dolores que hemos conocido por querer asir lo inasible eran, en el sentido más profundo, innecesarios. Aceptar esto también puede resultar doloroso al principio, porque parece muy ajeno. Pero a medida que reflexionamos y seguimos reflexionando, nuestro corazón y nuestra mente experimentan una transformación gradual. Desprenderse empieza a parecer más natural, y se vuelve cada vez más fácil.


Quizá necesitemos mucho tiempo para llegar a captar toda la envergadura de nuestra necedad, pero, cuanto más reflexionemos, más desarrollaremos una actitud de desprendimiento; es entonces cuando se produce un cambio en nuestra manera de verlo todo.


Contemplar la impermanencia no es suficiente por sí solo: es necesario trabajar con ella durante la vida. Tal como los estudios de medicina exigen la teoría y la práctica, en la vida ocurre lo mismo. Y en la vida el entrenamiento práctico es el aquí, es el ahora, en el laboratorio del cambio. A medida que se van produciendo los cambios, aprendemos a verlos con una nueva comprensión, y aunque seguirán produciéndose como antes, algo en nosotros será distinto. Toda la situación será más relajada, menos intensa y dolorosa; incluso los efectos de los cambios que experimentemos nos resultaran menos impresionantes o desagradables. Con cada cambio sucesivo comprendemos un poco más, y nuestra visión de la vida se vuelve más profunda y más amplia.



REFLEXIÓN Y CAMBIO


TRABAJAR CON LOS CAMBIOS


Vamos a hacer un experimento. Coja una moneda. Imagínese que representa el objeto al que usted se aferra. Enciérrela en el puño bien apretado y extienda el brazo con la palma de la mano hacia el suelo. Si ahora abre el puño o afloja su presa, perderá aquello a lo que se aferra. Por eso está apretando.


Pero hay otra posibilidad: puede desprenderse y aun así conservarla. Con el brazo todavía extendido, vuelva la mano hacia arriba de forma que la palma quede hacia el cielo. Abra la mano y la moneda seguirá reposando sobre la palma abierta. Ha dejado de aferrarse. Y la moneda sigue siendo suya, aun con todo ese espacio que la rodea.


Así pues, existe un modo en que podemos aceptar la impermanencia sin dejar de disfrutar de la vida, todo al mismo tiempo, sin aferramos.


Pensemos en lo que suele suceder con frecuencia en las relaciones. Muchas veces las personas no se dan cuenta de cuánto aman a su pareja hasta que de pronto perciben que la están perdiendo. Entonces se aferran todavía más. Pero cuanto más se apegan, más se les escapa la otra persona y más frágil se vuelve su relación.


Muchas veces buscamos la felicidad, pero la propia manera en que la perseguimos es tan torpe y desmañada que sólo nos acarrea mayor pesar. Por lo general, suponemos que hemos de aferramos a fin de obtener ese algo que nos dará la felicidad.


No vemos cómo podemos disfrutar de algo si no podemos poseerlo. ¡Con cuánta frecuencia se confunde el apego con el amor! Incluso cuando se trata de una buena relación, el amor sufre a causa del apego, con su inseguridad, su posesividad y su orgullo; y después, cuando el amor se ha perdido, lo único que nos queda de él son los «recuerdos» del amor, las cicatrices del apego.


¿Cómo, entonces, podemos trabajar para vencer el apego?


Sólo conociendo su naturaleza no permanente; este conocimiento nos libra poco a poco de su dominio. Llegamos a vislumbrar lo que, según dicen los maestros, puede ser la verdadera actitud para cambiar: como si fuéramos el cielo que contempla pasar las nubes, o tan libres como el mercurio. Cuando el mercurio se derrama por el suelo, su propia naturaleza es permanecer intacto; nunca se mezcla con el polvo. Cuando intentamos seguir el consejo de los maestros y nos libramos poco a poco del apego, en nuestro interior se libera una gran compasión. Las nubes del aferramiento se separan y dispersan, y resplandece el sol de nuestro verdadero corazón compasivo. Es entonces cuando empezamos a saborear en nuestro yo más profundo la euforizante verdad contenida en estas palabras de William Blake:


Aquel que se ata una Alegría

la alada vida destruye;

aquel que besa la Alegría según vuela

vive en la aurora de la Eternidad?



EL ESPÍRITU DEL GUERRERO


Aunque se nos ha hecho creer que si dejamos de aferramos acabaremos sin nada, la propia vida demuestra una y otra vez lo contrario: que el desprendimiento es el camino que lleva a la auténtica libertad.


Así como las olas no causan ningún sufrimiento a las rocas al chocar contra ellas, sino que las erosionan y esculpen dándoles bellas formas, también los cambios pueden moldear nuestro carácter y suavizar nuestras aristas. Mediante los cambios podemos aprender a cultivar una compostura apacible pero inconmovible. Nuestra confianza en nosotros mismos va en aumento, y llega a ser tan grande que la bondad y la compasión empiezan a emanar naturalmente de nosotros y a llevar alegría a los demás.


Esta bondad es lo que sobrevive a la muerte, una bondad fundamental que está en todos y cada uno de nosotros. Nuestra vida entera es una enseñanza sobre cómo descubrir esta poderosa bondad y un entrenamiento para realizarla.


Así, cada vez que las pérdidas y las decepciones de la vida nos dan una lección sobre la impermanencia, nos llevan más cerca de la verdad. Cuando se cae desde una gran altura, sólo hay un lugar al que se puede ir a parar: al suelo; el suelo de la verdad. Y si se tiene la comprensión que proviene de la práctica espiritual, la caída no es en absoluto un desastre sino el descubrimiento de un refugio interior.


Correctamente entendidos y utilizados, los obstáculos y dificultades a menudo pueden resultar una fuente inesperada de energías. En las biografías de los maestros se observa con frecuencia que de no haberse enfrentado a obstáculos y dificultades no habrían descubierto la fuerza que necesitaban para superarlos. Este fue, por ejemplo, el caso de Gesar, el gran rey guerrero de Tíbet, cuyas hazañas constituyen la mayor epopeya de la literatura tibetana. Gesar significa «indomable», una persona a la que nunca se puede abatir. Desde el momento en que nació, su malvado tío Trotung trató de eliminarlo por todos los medios, pero a cada nuevo intento Gesar se volvía más y más fuerte. En realidad, fue gracias a los esfuerzos de Trotung que Gesar llegó a ser tan grande. De ahí surgió un proverbio tibetano: Trotung tro ma tung na, Gesar ge mi sar, lo cual quiere decir que si Trotung no hubiera sido tan perverso e intrigante, Gesar nunca habría podido encumbrarse tanto.


Para los tibetanos, Gesar no sólo es un guerrero en el plano de las armas, sino también en el espiritual. Un guerrero espiritual es una persona que ha desarrollado una clase especial de coraje, alguien de por sí inteligente, apacible e intrépido.


Naturalmente, los guerreros espirituales todavía pueden tener miedo, pero aun así son lo bastante valerosos para saborear el sufrimiento, para relacionarse claramente con su miedo fundamental y extraer sin evadirse las lecciones de las dificultades.


Como nos dice Chógyam Trungpa Rimpoché, llegar a ser un guerrero significa que «podemos cambiar nuestra mezquina lucha en pos de la seguridad por una visión mucho más vasta, una visión de intrepidez, apertura y auténtico heroísmo...».


Entrar en el campo transformador de esa visión mucho más amplia es aprender a estar a nuestras anchas en el cambio, y a hacer de la impermanencia nuestra amiga.


EL MENSAJE DE LA IMPERMANENCIA:


LA ESPERANZA QUE HAY EN LA MUERTE


Contemple aún más a fondo la impermanencia y descubrirá que tiene otro mensaje, otro rostro; un mensaje de gran esperanza que le abre los ojos a la naturaleza fundamental del universo y a nuestra extraordinaria relación con él.


Si nada es permanente, entonces todo es lo que llamamos «vacío», es decir, desprovisto de toda existencia duradera, estable e inherente; y todas las cosas, cuando se contemplan y se comprenden en su verdadera relación, no son independientes sino interdependientes con todas las demás cosas. Buda comparó el universo a una vasta red tejida con una incalculable variedad de gemas fulgurantes, cada una de ellas con un número incalculable de facetas. Cada gema refleja en sí todas las demás gemas de la red y, de hecho, es una con todas las demás.


Imagínese una ola del mar. Vista de cierto modo, parece poseer una clara identidad, un principio y un fin, un nacimiento y una muerte. Vista de otro modo, la ola en sí no existe realmente, pues sólo es el comportamiento del agua, «vacía» de cualquier identidad propia pero «llena» de agua. Así, al reflexionar detenidamente sobre la ola, llega usted a percibir que es algo que el viento y el agua hacen temporalmente posible, y que depende de una serie de circunstancias en cambio constante. Y advierte también que cada ola está relacionada con cualquier otra ola.


Cuando se examina con detenimiento, nada posee una existencia inherente propia, y esta ausencia de existencia independiente es lo que llamamos «vacuidad». Piense en un árbol. Cuando piensa en un árbol, tiende a pensar en un objeto claramente definido, y en cierto modo, como la ola, es así. Pero cuando se contempla el árbol más de cerca, se advierte que en último término carece de existencia independiente. Al examinarlo, comprobará que se disuelve en una red muy sutil de relaciones que abarca todo el universo. La lluvia que cae sobre sus hojas, el viento que lo agita, la tierra que lo alimenta y lo sostiene, las estaciones, el clima, la luz de la luna, de las estrellas y del sol.


Todo forma parte del árbol. Cuando empiece a pensar más y más a fondo en el árbol, descubrirá que todo en el universo contribuye a hacer del árbol lo que es, que en ningún momento se lo puede aislar de ninguna otra cosa y que en todo momento su naturaleza es sutilmente cambiante. A esto nos referimos cuando decimos que las cosas están vacías: a que carecen de existencia independiente.


La ciencia moderna nos habla de una gama extraordinaria de interrelaciones. Los ecologistas saben que el incendio de un árbol en la selva tropical amazónica altera de algún modo el aire que respira un habitante de París, y que el aleteo de una mariposa en Yucatán afecta la vida de un helécho en las Hébridas.


Los biólogos están empezando a descubrir la fantástica y compleja danza de los genes que crea la personalidad y la identidad,una danza que se remonta al pasado más lejano y demuestra que aquello que denominamos «identidad» se compone en realidad de un torbellino de influencias diversas. Los físicos nos han revelado el mundo de las partículas cuánticas, un mundo asombrosamente semejante al descrito por Buda en su metáfora de la red resplandeciente que se extiende por todo el universo. Al igual que las joyas de la red, todas las partículas existen potencialmente como distintas combinaciones de otras partículas.


Así pues, cuando nos contemplamos detenidamente a nosotros mismos y a todas las cosas que nos rodean y que tan sólidas, estables y duraderas nos parecen, comprobamos que no son más reales que un sueño. Buda dijo:


Sabed que todas las cosas son como esto:

un espejismo, un castillo de nubes,

un sueño, una aparición,

sin esencia, pero con cualidades que pueden verse.


Sabed que todas las cosas son como esto:

como la luna en un cielo brillante

en algún lago transparente reflejada,

aunque a ese lago la luna nunca se ha desplazado.


Sabed que todas las cosas son como esto:

como un eco que deriva

de música, sonidos y llanto,

y sin embargo en ese eco no hay melodía.


Sabed que todas las cosas son como esto:

como un mago que crea ilusiones

de caballos, bueyes, carros y otras cosas,

nada es lo que aparenta ser.0


La contemplación de este carácter onírico de la realidad no tiene por qué volvernos fríos, desesperados ni amargados, en modo alguno. Al contrario, puede abrir en nosotros un humor cálido, una compasión suave y fuerte que apenas imaginábamos poseer y, en consecuencia, más y más generosidad hacia todos los seres y cosas. El gran santo tibetano Milarepa dijo: «Al ver la vacuidad, tened compasión». Cuando por medio de la contemplación vemos realmente la vacuidad y la interdependencia de todas las cosas y de nosotros mismos, el mundo se nos revela bajo una luz más viva, más nueva, más brillante, como la red de gemas infinitamente reflectantes de que habló Buda. Ya no necesitamos protegernos ni fingir, y resulta cada vez más fácil hacer lo que aconsejaba un maestro tibetano:


Reconoce siempre la característica onírica de la vida y reduce el apego y la aversión. Práctica la benevolencia hacia todos los seres. Sé amoroso y compasivo, te hagan lo que te hagan los demás. Lo que puedan hacerte no te importará tanto cuando lo veas como un sueño. El truco está en tener una intención positiva durante el sueño. Esto es lo esencial Esto es la verdadera espiritualidad.


La verdadera espiritualidad es también ser consciente de que si somos interdependientes de todo y de todos los demás, incluso nuestro menor y más insignificante pensamiento, palabra o acción tiene consecuencias reales en todo el universo. Arroje un guijarro a un charco y verá cómo hace temblar toda la superficie del agua, produciendo una serie de ondas que se van fundiendo unas con otras dando lugar a otras nuevas. Todo está indisolublemente interrelacionado: llegamos a darnos cuenta de que somos responsables de todo lo que hacemos, decimos o pensamos, responsables, en realidad, de nosotros mismos, de todas las personas y de todo lo demás, y de todo el universo. El Dalai Lama ha dicho:


En el mundo altamente interdependiente de hoy, los individuos y las naciones ya no pueden resolver por sí solos muchos de sus problemas. Nos necesitamos unos a otros. Por consiguiente, debemos cultivar un sentido de responsabilidad universal... Es nuestra responsabilidad individual y colectiva proteger y cuidar la familia global, apoyar a sus miembros más débiles y conservar y atender el entorno en que vivimos todos."


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