En una reciente conversación le decía a una mujer que reuniese valor para lanzarse en pos de algo bueno que llevaba ansiando desde hacía muchos años y que, finalmente, parecía estar a su alcance. Le dije que daba la impresión de que su deseo estaba a punto de verse satisfecho, que la Ley de Atracción lo traía hacia ella. Pero la mujer carecía de fe y no dejaba de repetir: «¡Oh, me parece demasiado bueno para ser cierto! ¡Demasiado bueno para mí!». No había superado la etapa de sentirse como un gusano arrastrándose por el polvo, y aunque tenía a su alcance la Tierra Prometida, se negaba a entrar en ella porque «era demasiado bueno para ella». Creo que tuve éxito al azuzarla para que diese un paso adelante, pues lo último que sé es que está tomando posesión de ello.
Pero no quería hablarte de eso. Quería llamarte la atención sobre el hecho de que no hay nada que sea demasiado bueno para TI, por muy grande que pueda ser, por muy indigno que puedas parecer. Tienes derecho a todo lo mejor, pues ésa es tu herencia legítima. Así que no tengas miedo de pedir—exigir—y tomar. Las cosas buenas del mundo no son pasto de ningún hijo favorito. Pertenecen a todos, pero sólo se acercan a aquellos que son lo bastante sabios como para reconocer que son suyas por derecho, y que tienen el coraje suficiente para ir tras ellas. Muchas cosas espléndidas se pierden porque nadie las pide; se echan a perder, quedan fuera de tu alcance, porque sientes que eres indigno de ellas. Se te escapan porque careces de la confianza y el valor para exigirlas y tomar posesión de ellas.
«Nadie excepto los valientes merecen la belleza», dice el viejo adagio, y es cierto en todos los sentidos del empeño humano. Si no dejas de repetirte que eres indigno de algo bueno—que es demasiado bueno para ti—se te podría aplicar la Ley y acabar creyéndote lo que dices. Se trata de una característica de la Ley: si crees lo que dices, te toma en serio. Así que cuidado con lo que dices, porque se lo creerá. Afirma que eres digno de lo mejor que existe, que no hay nada demasiado bueno para ti, y lo más probable es que la Ley te tome en serio y diga: «Creo que tiene razón. Voy a darle todo lo que quiere. Conoce sus derechos, así que ¿para qué negárselo?». Pero si insistes en asegurar: «¡Oh, es demasiado bueno para mí!», es probable que la Ley se diga: «No estoy segura de que sea así, pero él sabrá. Seguro que lo sabe y no voy a ser yo quien le lleve la contraria».
¿Por qué no hay nada que deba ser demasiado bueno para ti? ¿Alguna vez te has parado a pensar lo que eres? Eres una manifestación del Todo, y tienes perfecto derecho a todo lo que existe. O, si lo prefieres de esta manera, eres hijo del Infinito, y heredero de todo. Estarás diciendo la verdad de las dos maneras. En cualquier caso, y sea lo que fuere lo que pidas, estás sólo exigiendo lo que es tuyo. Y cuanto más empeño pongas en pedirlo—cuanta más confianza tengas en acabar recibiéndolo, cuanto más te esfuerces en alcanzarlo—más cerca estarás de obtenerlo.
Un intenso deseo, una expectativa confiada, el coraje en acción es lo que acaba proporcionándote lo que te pertenece. Pero antes de que pongas en marcha esas fuerzas, debes despertar a la realización de que sólo estás pidiendo lo que te pertenece, y no nada que no tengas derecho a reclamar. Mientras exista en tu mente el mínimo resquicio de duda respecto a tu derecho a las cosas que deseas, estarás creando una resistencia al funcionamiento de la Ley. Puedes pedir con todo el vigor que quieras, pero carecerás del coraje para pasar a la acción si mantienes una sombra de duda acerca de tu derecho a conseguir lo que deseas. Si persistes en considerar lo deseado como si perteneciese a otro en lugar de a ti mismo, estarás adoptando la postura del envidioso o codicioso, o incluso la de un ladrón. En ese caso, tu mente se rebelará y no querrá proseguir con la labor, pues instintivamente se sentirá repelida ante la idea de tomar lo que no le pertenece, pues la mente es honesta. Pero cuando comprendes que lo mejor del Universo te pertenece como Heredero Divino, y que hay suficiente para todos sin que tengas que quitárselo a nadie, entonces desaparece toda fricción, cae la barrera y la Ley lleva a cabo su tarea.
No creo en la «humildad». Esa actitud mansa y modesta no me llama la atención, no tiene ningún sentido. La idea de convertir en virtud esas actitudes, cuando el ser humano es el heredero del Universo, y tiene derecho a todo lo necesario para su crecimiento, felicidad y satisfacción, me parece absurda. No quiero decir que haya que adoptar una actitud fanfarrona y avasalladora. Eso sería absurdo, pues la verdadera fortaleza no proviene de ponerse uno en evidencia. El fanfarrón es un individuo débil confeso: fanfarronea para ocultar su debilidad. La persona verdaderamente fuerte es serena, tranquila y lleva en ella la conciencia de la fortaleza que convierte en innecesario el fanfarronear y la supuesta fortaleza. Pero hay que apartarse de ese hipnotismo de la «humildad», esa actitud mental «mansa y modesta». Recuerda el horrible ejemplo de Uriah Heep y cuídate mucho de imitarle. Echa la cabeza hacia atrás y mira al mundo de cara. No hay nada que temer, el mundo también puede temerte a ti y gritarte. Sé un hombre o una mujer, y no un objeto que gime. Y eso puede aplicarse a tu actitud mental, así como a tu comportamiento externo. Pon fin a esa actitud mental reptante y gusanil. Ponte bien derecho y mira a la vida sin miedo; gradualmente irás convirtiéndote en tu ideal.
No hay nada demasiado bueno para ti, nada de nada. Lo mejor de lo mejor ni siquiera es lo suficientemente bueno para ti, pues por delante tienes cosas mucho mejores. El mejor regalo que el mundo puede hacerte es una mera chuchería comparado con las grandes cosas que esperan tu mayoría de edad en el Cosmos. Así que no temas lanzarte tras todo eso, tras las chucherías de este plano de conciencia. Lánzate a por ellas, atrapa un buen puñado, juega con ellas hasta que te hartes. Para eso están hechas. Están ahí para nuestro uso exclusivo, no para que las miremos de lejos, sino para que juguemos con ellas, si así lo deseamos. Sírvete tú mismo, hay montones de esos juguetes aguardando tus deseos y demandas. ¡No seas tímido! No quiero escuchar más tonterías acerca de cosas demasiado buenas para ti. ¡Bah! Eres como el hijo pequeño del emperador, que cree que los soldados de hojalata y el tambor de juguete eran demasiado buenos para él, y que se negaba a cogerlos. Pero los niños no siempre son así. Instintivamente reconocen que no hay nada que sea demasiado bueno para ellos. Quieren todo lo que tienen ante sí para jugar, y parecen sentir que tienen derecho a todas las cosas. Y ésa es la condición mental que los buscadores metidos en la Divina Aventura debemos cultivar. A menos que seamos como niños pequeños no podremos entrar en el Reino de los Cielos.
Todo lo que vemos a nuestro alrededor son los juguetes de la Guardería de Dios, juguetes que utilizamos en nuestros juegos. Sírvete tú mismo, pídelos sin vergüenza, tantos como puedas utilizar. Todos son tuyos. Y si no ves lo que deseas, no tienes más que pedirlo, pues hay una gran reserva disponible en estanterías y armarios. Juega, juega y juega a tus anchas. Aprende a tejer esteras, a levantar casas con ladrillos, a hilvanar, juega de corazón y juega bien. Y pide todos los materiales que requieras para jugar—no tengas miedo—pues hay para todos.
Pero recuerda que, aunque todo eso es verdad, las mejores cosas siguen sin ser más que objetos para jugar: juguetes, ladrillos, esteras, cubos y demás. Son útiles, muy útiles para aprender las lecciones; agradables, muy agradables para jugar, y deseables, muy deseables para todos esos propósitos. Diviértete y aprovecha al máximo todas esas cosas. Métete en el juego hasta el fondo y disfruta. Es bueno hacerlo. Pero debes recordar algo: nunca deberás pasar por alto el hecho de que todas esas cosas tan buenas no son sino juguetes—parte del juego—y que tienes que estar dispuesto a dejarlos de lado cuando llegue el momento de pasar a la clase siguiente, de cambiar de curso, y no llorar ni quejarte porque has de dejar los juguetes atrás. No debes apegarte a ellos, pues aunque son para tu uso y disfrute, no forman parte de ti, no son esenciales para tu felicidad en la siguiente etapa. No los desprecies por su falta de sentido de la realidad, pues son cosas maravillosas relativamente, y puedes disfrutar tanto como quieras de ellas. No seas un mojigato espiritual, negándote a participar en el juego. Pero tampoco te apegues a los juguetes, que son buenos para usarlos y jugar con ellos, aunque no lo bastante para usarte a ti y convertirte a su vez en un juguete. No dejes que los juguetes inviertan los papeles.
Existe una diferencia entre ser dueño de las circunstancias y esclavo de ellas. El esclavo cree que los juguetes son reales y que él no es lo bastante bueno para merecerlos. Sólo coge unos cuantos, porque tiene miedo de pedir más y se pierde casi toda la gracia y la diversión. Y a continuación, al considerar que los juguetes son reales, y al no darse cuenta de que hay muchos más, se apega a las bicocas que le han salido al paso, convirtiéndose en su esclavo. Tiene miedo de que se las quiten y no se atreve a gatear por el suelo e ir en busca de otros. El dueño sabe que puede pedir de todo. Pide lo que necesita día a día y no se preocupa por sobrecargarse; sabe que «hay mucho más» y que no pueden privarle de ello. Juega, y lo hace bien y se divierte jugando, y mientras juega aprende sus lecciones de la guardería. Pero no se apega demasiado a los juguetes. Está dispuesto a dejar de lado los juguetes viejos y alargar la mano para coger uno nuevo. Y cuando le dicen que tiene que pasar al aula siguiente, suelta en el suelo los juguetes usados ese día y con brillo en los ojos y una actitud mental confiada, entra en la nueva aula—en el Gran Desconocido—con una sonrisa en el rostro. No está asustado, pues escucha la voz del Maestro y sabe que está allí esperándole, en la Gran Aula Siguiente.
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